"Algún filósofo dijo: la función debe continuar, con nuestros dolores y nuestros muertos”. Eso señaló Hugo Chávez durante su visita, el domingo, a la refinería de Amuay, escenario de la peor tragedia petrolera mundial en los últimos 25 años. Aún ardían los tanques y se contaban los cadáveres (que suman 48).
Es lógico que el mandatario venezolano quiera pasar página cuanto antes, dado que las elecciones presidenciales se celebran en cinco semanas. Pero hay dos reparos. Uno: que el accidente confirma la degradación de la estatal Petróleos de Venezuela (Pdvsa). Dos: que la “función” no acaba de ser apetecible. La catástrofe de Amuay sigue, en cuestión de días, al hundimiento del estratégico puente de Cúpira y al sangriento motín (otro más) en la cárcel de Yaré (25 muertos).
“¿Maldición gitana? ¿Castigo de Dios?”, se pregunta Fernando Rodríguez en el demoledor editorial de Tal Cual. Más bien “son los frutos de la gestión desastrosa”, dice, “de una pléyade de advenedizos que han manejado el país con los métodos administrativos de una cantina militar y la voracidad depredadora de un cardumen de caribes”. Y Gustavo Coronel, geólogo petrolero y crítico impenitente de la gestión de Pdvsa, responde al comandante presidente: “Millones de venezolanos están diciendo que el espectáculo debe terminar, que esta pesadilla que Chávez ha llamado revolución debe terminar antes de que el país sea destruido completamente”.
Cunde la indignación entre los expertos y los medios críticos con el Gobierno, que hablan de negligencia criminal y exigen la dimisión del ministro de Energía y presidente de Pdvsa, Rafael Ramírez.
“En Amuay no se ha hecho mantenimiento durante 2012”, titula El Nacional, que echa mano de la Memoria de la propia petrolera: de las “nueve paradas de mantenimiento” previstas en Amuay el año pasado, solo se hicieron tres. Las demás se pospusieron a 2012, pero no se han llevado a cabo. Hubo en cambio “siete paradas no previstas” por fallos diversos, roturas y fugas de gases.
El economista José Toro Hardy desempolva en El Universal el informe ministerial de 2011, que menciona “los problemas técnicos” en la refinería “por desfase en los mantenimientos preventivos y el bajo nivel en el inventario de los repuestos”. Heraldo Sifontes, exgerente de Amuay, habla “del gigante caído”. Y el columnista Nelson Bocaranda aporta detalles sobre la fuga de gas que provocó la explosión, la falta de espuma antincendios o la contratación contrarreloj de personal cualificado para manejar el desastre. Faltan recursos, dice, pero “hay suficiente derroche de dólares para montar refinerías en Vietnam, Siria, Cuba o Brasil”.
La tragedia de Amuay, en su día una instalación puntera reconocida por sus estándares de seguridad, ha resucitado un acontecimiento decisivo en la historia petrolera venezolana: el despido de más de 20.000 empleados como represalia por la huelga de 2002 contra Hugo Chávez. La sangría de personal cualificado, y la gestión posterior, se traducen en cifras concretas. En una década, la producción de crudo de Venezuela ha bajado de 3,3 millones de barriles diarios a 2,9 millones (o 2,6 millones, según la corrección que hace la OPEP a los números del gobierno de Caracas).
En el proceso de convertir el petróleo en "instrumento de liberación en beneficio del pueblo" (en palabras del ministro Ramírez), la seguridad y las finanzas de Pdvsa han salido mal paradas. Varios medios reproducen la lista de accidentes registrados en las instalaciones del gigante petrolero. Ya el pasado abril, BBC Mundo ofrecía datos espeluznantes sobre el aumento de la siniestralidad. Otra interesante crónica de la misma cadena británica describe la transformación de Pdvsa en el principal instrumento de la política social (y clientelar) de Hugo Chávez. La petrolera invierte en proyectos gubernamentales el doble de dinero que en el sector del crudo. En cinco años, la plantilla ha pasado de 57.000 a 100.000 empleados, con un descontrol considerable. Y su deuda financiera, señala un reportaje de la agencia AP, se ha multiplicado por 12.
A la defensiva, el Gobierno ha reaccionado con un buen ataque y arremete contra la oposición y la prensa por querer sacar tajada de la tragedia. El vicepresidente, Elías Jaua, acusa al candidato presidencial Henrique Capriles de hacer “triste politiquería” y “necrofilia política”. Los delegados sindicales arremeten además contra la “canalla mediática”. Y todos piden que “no se politice” el accidente (lo que Teodoro Petkoff, director de Tal Cual, interpreta como que no se exijan responsabilidades).
Los medios oficialistas se centran en las medidas de apoyo a las víctimas, la exhaustiva investigación del “incidente”, como lo llama la agencia oficial de noticias; las “conmovedoras” fotos de la visita del presidente a los heridos, repartiendo abrazos y peluches.
Y además de negar la acusación de falta de mantenimiento, los allegados al chavismo esgrimen su propia teoría: dada la cercanía de las elecciones presidenciales, es inevitable sospechar de una conspiración. “Operación Amuay”, la bautiza Tulio Monsalve, columnista de El Correo del Orinoco, que señala directamente a la CIA. Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Nacional, y otros dirigentes del gubernamental Partido Socialista Unificado de Venezuela alertan de que hay una “campaña internacional” contra la petrolera. Y el partido Patria Para Todos, alineado con Chávez, tampoco descarta el sabotaje.
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