martes, 12 de febrero de 2013

Diez años fuera de Venezuela

Gustavo Coronel

El tiempo pasa rápido. Hace diez años mi esposa y yo salímos de Venezuela con nuestros macundales. Dejamos atrás, por no poder traerla, mi biblioteca con unos 2000 volúmenes, algunos de ellos valiosos. Dejamos la cama matrimonial, demasiado grande para que cupiese en lo que sería nuestro nuevo hogar. Dejamos unos 600 árboles frutales que habíamos plantado y visto crecer, además de unos 30 árboles ornamentales que espero estén grandes ya, dando sombra y deleite estético a quienes ahora viven allí. Tuvimos que darle una última mirada al curarí que habíamos encontrado al llegar, uno que florece cada año por tres o cuatro días gloriosos. Y al riachuelo lleno de peces y pequeñas babas, donde los vecinos del lugar llegaban a pescar los fines de semana sin molestarnos.

Dejamos una manera de vivir, en una zona sub-urbana cercana a Valencia, un tanto primitiva, pero donde co-existimos con mucho de lo mejor que da Venezuela y hasta con algo de lo peor. La aldea de Barrera cercana estaba llena de gente buena pero no tenía un cine o una biblioteca municipal. Eso sí, tenía unos diez botiquines. También una pequeña iglesia donde daba misa un cura itinerante. Durante la entrada de lluvia los mangos de la aldea cubrían las calles por centenares o miles sin que nadie, apenas los canes, se preocupara de comerlos. El olor de aquella mangamentazón madura era avasallante. Traté de comenzar una “Feria Internacional del Mango”, que nunca arrancó porque los moradores opinaban que eso le correspondía al gobierno. En vano les comentaba que no era así en Washington DC, cuando florecían los cerezos, que en eso el gobierno no tenía nada que ver, como no fuera cobrar los jugosos impuestos derivados de un espectáculo que llevaba millones de personas a la ciudad año trás año. Los aldeanos no concebían que fueran ellos, sin la intervención del Estado, los que comenzaran la feria.

Digo que co-existimos con lo mejor porque mucha aquella gente de Barrera y de Sabana del Medio era la sal de la tierra. Y debe serla todavía. Pero también había ladrones, asesinos e invasores. Había una banda en Barrera Norte, exterminada un dia por la policía de Carabobo, que tenía varios asesinatos en su prontuario y muchos atracos. Nunca nos atracaron a nosotros porque seguramente confundieron mi apellido Coronel con un militar armado hasta los dientes. En realidad, nunca tuve un arma y las cercas de nuestra casa eran más porosas que la frontera con Colombia. De madrugada tuve que levantarme más de una vez para ahuyentar un vaca que nos comía las rosas y las cayenas. Ello continuó hasta que le dije al dueño que, en represalia, me comería la vaca. Estaba bien sabrosa aquella vaca, con sabor a rosas.

Teníamos vecinos muy buenos pero existían también los pequeños conflictos derivados de la vida un tanto primitiva que llevábamos. Por varios años fuí presidente de la Asociación de Parceleros, no tanto porque daba un paso adelante sino porque todos los demás daban un paso atrás, lo cual un petrolero como yo jamás haría. Uno de los mayores era el del agua. Teníamos un grupo de pozos y un sistema bastante frágil de distribución. Algunos vecinos creativos instalaban llaves de paso, a fin de aumentar su caudal a expensas de otros más abajo en la cadena. Ello causó conflictos más o menos candentes que requerían toda nuestra habilidad diplomática.

En la mañana salía temprano de la casa, hacia Valencia o Puerto Cabello, dos de los sitios donde trabajé durante mis años de “country squire”. En la autopista que llevaba a Valencia se hacían fuertes colas después de cierta hora. Pasaba por la cárcel de Tocuyito, ya bastante macabra, aun mucho antes de que cayese en manos de Iris Varela. Por un tiempo trabajé en la gobernación del estado Carabobo, en la excelente casa de gobierno, originalmente un convento, bellamente restaurada con la asistencia del arquitecto Franz Rizquez Clemente, hijo de Rizquez Iribarren y Oly Clemente y mantenida por el gobierno regional. Tenía un bellísimo sistema de aire acondicionado con tubos de bronce a la vista pero la altura de los techos no le permitía mucha eficiencia. En esa posición tuve experiencias muy interesantes trabajando con los alcaldes y tratando de mejorar, con éxito modesto, sus sistemas de planificación y presupuesto.

El alcalde venezolano es un presidente de la república en pequeño. Sus prioridades van dirigidas hacia las realizaciones que le den votos. Recuerdo mi visita a uno de ellos, quien se había lanzado a construír un estadio para 20.000 personas en un municipio que a duras penas tendría esa población. Cuando le pregunté acerca de las cloacas que estaban por hacer, me dijo, con una pícara sonrisa: “Esas no se ven, Dr.”.

También viajé mucho a Puerto Cabello, donde tuve la interesante expriencia de ser presidente del Puerto, cuando este estaba bajo la gerencia regional. Este Puerto tenía unos 3000 trabajadores y reposeros cuando lo tomó el gobierno de Carabobo. Mediante un estrategia de tercerización se redujo la nómina a poco más de 200. El Puerto era una mina de oro para el Estado Carabobo. El día que me nombraron presidente retorné a casa y en la entrada del parcelamiento me esperaba un señor. Me dijo: “Felicitaciones por su nombramiento, vecino. Soy el gerente del banco TAL. Quisiera que usted ordenara que los depósitos del Puerto se hicieran con nuestro banco”. Y agregó, con toda naturalidad: “Yo le traería el cheque de su comisión a su casa todos los meses”.

Llegué a casa estupefacto. Era la primera vez (no, la segunda, pero ese es otro cuento) en mi vida que me hacían una proposición así. Al día siguiente llegué a la oficina y llamé al Gerente de Finanzas y le pregunté como se hacían los depósitos en los bancos y me dijo: “los haremos donde usted nos diga”. En la siguiente reunión de junta directiva propuse que lo depósitos fueran hechos en base a una selección del banco o bancos que diesen las mejores condiciones al puerto, a ser hecha por tres funcionarios: el Gerente de Finanzas, el Presidente del Puerto y un Director Externo (a fin de que pudiese ser más independiente).

Cuando mi descapitalización era inminente hablé con el jóven Gobernador, recién re-elegido, y le dije que debía renunciar. Ganaba menos de la mitad de mis gastos, me estaba comiendo mis ahorros. Me tuve que ir a Margarita, a manejar un hotel pero con un ingreso en dólares, además de que allí pude vivir y comer gratis. Por dos años lo hice, ahorrando lo suficiente para dar el salto que me trajo a USA, donde ya he cumplido diez años. Creo que esa es mi edad porque si me hubiera quedado en Venezuela ya estuviera muerto y enterrado.

La experiencia de Margarita fue extraordinaria, la más compleja que me ha tocado vivir como gerente. Encontré el hotel en manos de una empresa extranjera que lo estaba desangrando. Sin saber nada de hotelería comprendí que lo primero que debíamos hacer era despedir a esa gente. Así lo hicimos, nos demandaron y, al final, fuímos condenados a pagarle a la tal empresa lo que nosotros ya le habíamos ofrecido pagar antes de ser demandados. Gracias a un extraordinario gerente que me acompañó durante ese tiempo pudimos sanear mucha de la deuda y mantener el hotel como uno de los mejores de la isla. Algun dia les echaré ese cuento.

Diez años han pasado muy rápido. Hemos sido muy felices en este país de USA. Ello se debe a que hemos encontrado lo que andábamos buscando: orden, limpieza, disciplina social, espíritu comunitario, un tratamiento cordial de nuestros semejantes, seguridad, buenos servicios públicos, deliciosos vegetales y frutas. He tenido la suerte de recibir algunos ingresos adicionales mediante trabajos de diversa naturaleza (todos genuinos, porsia), porque en USA hasta los cuasi-octogenarios pueden conseguir algun trabajo. Y ello nos ha permitido extender la vida de nuestros modestos ahorros y hemos encontrado la manera de vivir decorosamente, en una clase media-media totalmente satisfactoria.

Aquí se encuentra harina pan, hay de todo para hacer hallacas. Nuestra nostalgia es muy manejable y es, realmente, la que sienten todos los venezolanos de bien, no importa donde estemos. No es una nostalgia por no estar en Venezuela. Es una nostalgia por haber perdido a la Venezuela que tuvimos. Y esa nostalgia es común a quienes viven fuera y dentro de la que existe hoy.

Parafraseando al Libertador en su carta a un amigo, casi podríamos decir : “me pregunta usted por Caracas. Caracas ya no existe…”.

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