Rafael Gallegos
Ese día le tocaba morirse. O le había tocado.
Siempre fue olvidadizo. Nunca recordó llenar el carro de gasolina, ni sacar plata para los fines de semana, o meter las medias o el cepillo de dientes en su maleta de viajero.
A veces olvidaba peinarse o salía sin zapatos a la calle. Más de una vez se había presentado a su oficina en domingo y sólo aterrizaba a la realidad cotidiana por la voz del vigilante, ya acostumbrado a sus desvaríos rutinarios.
- Sr. Domínguez, hoy es domingo - le decía.
- Ah caramba, contestaba Domínguez - y sin decir nada más, retomaba el camino hacia su casa.
Le había tocado morirse; pero de manera increíble, lo olvidó. Y más infinitamente inverosímil fue que La Muerte, la puntual e infalible Muerte, por uno de esos aislados e indescifrables fenómenos que ocurren cada cinco o seis ciclos astrales, se había perdido buscándolo. Sí, se había perdido. Domínguez, agente viajero, estaba en San Carlos cuando La Muerte fue a buscarlo a Caracas y en San Fernando de Apure cuando fue a buscarlo a San Carlos y en Caracas cuando esta llegó a San Fernando de Apure.
Veinticuatro horas de búsqueda infructuosa y, de paso, el subconsciente de Domínguez - para variar - había olvidado la cita, mas no así su organismo. Ya su boca se abría y se hinchaban las vísceras y comenzaba a despachar a su alrededor una fetidez que lo dejaba sólo en todos los sitios.
Ante los inequívocos signos, cayó en cuenta.
- Ah caramba, se me olvidó morirme - se dijo.
E inmediatamente Domínguez, olvidadizo pero cumplidor, comenzó a buscar a La Muerte para poner finiquito.
Fue al telégrafo, aunque no sabía a dónde se enviaban los telegramas a La Muerte. No tuvo necesidad de averiguar la dirección. Llegó al sitio y lo asoló. Ya no sólo era la hediondez, sino también los cachetes que ya se desmoronaban anunciando la calavera.
Caminó la ciudad tratando de toparse con La Muerte. Muchos días, muchas noches. Todo el esfuerzo infructuoso.
Primero se fueron las carnes. Quedó en los huesos. Luego notó que la gente no le huía. Era que ni lo oía ni lo veía. No tardó en darse cuenta de que era un fantasma caminando entre los vivos.
Se acostumbró a andar y hasta a desandar. Un día, obedeciendo a un impulso repentino y como instintivo, decidió saludar a un desconocido. Lo palmeó y este cayó al sitio en el acto.
- Un infarto - voceaban los curiosos.
Más tarde, sin saber como, llegó en un inmenso hospital al cuarto de un moribundo. Sintió de nuevo el extraño impulso. Lo tocó y lo convirtió en cadáver.
“Dos muertos en un rato”, pensó extrañado.
De pronto, encontró a La Muerte frente a frente. Como si jamás la hubiera estado buscando, se aterrorizó.
- Cálmate, no te haré daño, le dijo La Muerte a Domínguez. Vengo a entregarte mis archivos y mis notas. Tú serás mi sustituto. Me di cuenta de este alto designio al perderme, por primera vez en miles de años, cuando en un trabajo de aparente rutina te busqué.
- O sea… ¿usted está diciendo que yo soy La Muerte? - preguntó, atónito, Domínguez.
- Voy a descansar en paz - fue la respuesta de La Muerte jubilada.
POS DATA:
Quien fuera una vez Domínguez nunca dejó de ser olvidadizo y la superpoblación del mundo arreció, llegando a haber asociaciones de moribundos que lo aclamaban al igual que muchos viejitos de cientos de años y accidentados y almas que iban y venían de un famoso túnel viendo una luz infinita y tranquilizadora, que apenas comenzaba a llenarlos de paz, desaparecía haciéndolos aterrizar nuevamente en su cruda realidad terrestre.
Domínguez escuchaba las aclamaciones y se apenaba y anotaba rigurosamente en una agenda que a veces olvidaba revisar, o peor aún, que a veces olvidaba que tenía.
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