La imagen que proyecta el actual jefe de Estado, que hasta hace unos meses lucía casi invulnerable, ahora es lamentable.
Desde su llegada al poder, hace más de 13 años, se ha ido transformando; primeramente hacia una figura tipo comandante militar, con la creación de un título tan útil para los aduladores, como es el denominado "comandante-presidente", y poco a poco, a verse como una especie de jefe en decadencia, explicando, a su manera, su supuesta gravísima enfermedad, pero a la vez, con la avalancha de cosas que están ocurriendo, se muestra abiertamente como un ser mediático a la defensiva, huyendo hacia adelante de forma cada vez más evidente.
El ahora comandante-presidente, que llegó al poder mediante elecciones que ganó legítimamente en diciembre de 1998 gracias a la percepción que en muchos generó como la "gran esperanza" de Venezuela, tuvo en sus manos docenas, por no decir centenares de oportunidades para haber hecho del país un lugar envidiable para vivir, trabajar, prosperar y seguir siendo el paraíso de destino de muchos en el mundo.
Hoy Venezuela debería, con los centenares de millardos de dólares que ha ingresado desde 1999, y que podían haber sido muchos más, disponer de una infraestructura eléctrica, hospitalaria, de autopistas, acueductos e industrial, de primer mundo. Empleando a millones de personas, con salarios dignos, con una inflación controlada, asistiendo la salud y la educación de todos, con altísima calidad. Universidades potenciadas como centros académicos y de investigación de referencia global. Infraestructuras turísticas de clase mundial, complejos deportivos de nivel olímpico, atracciones en todo el territorio nacional generadoras también de centenares de miles de empleos e ingreso de divisas.
Hoy Venezuela no estaría sufriendo un déficit habitacional de más de 3 millones de viviendas, ni padeciendo uno de los más altos índices de violencia del mundo, con casi 70 asesinatos por cada 100 mil habitantes en 2011; tampoco estaríamos sufriendo apagones diarios de horas de duración en numerosos centros poblados de todo el país; no se estaría importando más del 70% de los alimentos; no se estaría sometiendo a la población de zonas fronterizas a colas interminables para abastecerse de gasolina, ni padeciendo la falta de suministro de gas doméstico; no existiría un secuestro de divisas que impide la libre y competitiva actividad privada y el derecho de poder viajar al exterior con recursos mínimos oportunos y adecuados; no estaríamos preocupados por la calidad del agua potable; los profesores universitarios no estarían abandonando sus cátedras; los jóvenes no estarían buscando una visa o un pasaporte extranjero para irse del país; Venezuela hoy no sería una referencia de la corrupción y del narcotráfico; no existiría el temor de denunciar ni de ejercer los derechos básicos que garantiza la constitución.
No se sabe si estas reflexiones han pasado alguna vez por la mente del comandante-presidente, pero ahora, que supuestamente enfrenta una etapa coyuntural en su vida, esto debería generarle una angustia indescriptible, como a cualquier ser humano capaz de ejercer una primera magistratura y que ha manejado semejante caudal de recursos económicos y poder político. Debería padecer un inmenso pesar por el tiempo perdido, de lo que pudo haber hecho y no hizo, de lo que hizo sin deber hacerlo, del daño innecesario que ha causado; pero para eso hay que sentirse responsable.
Hoy, el una vez omnipotente comandante-presidente, oculto en una clínica de La Habana que no tiene el nivel técnico ni el equipamiento de muchos centros asistenciales en Venezuela, trata de administrar la información sobre su supuesta enfermedad, e incluso sacarle algún provecho político al sentir amenazada su perpetuidad en el poder ante una campaña electoral que cada vez se le hace más pesada y costosa.
Qué triste historia y qué triste final, lleno nada más que de fracaso y frustración. Sirva esto de reflexión para quién continúe con la responsabilidad de llevar adelante los destinos del país.
Juan L. Martínez
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