Rafael Gallegos
Era como si alguna hada madrina hubiera agitado su varita mágica haciéndole cumplir su sueño de vivir eternamente. Sí, eternamente; pero no su espíritu, esas especulaciones de alma, cielo, purgatorio e infierno no lograban sacarlo de su propio limbo. Él quería vida eterna; pero aquí. Vida eterna para continuar arrastrando por siempre su saco de huesos por el mundo.
Hibernación fue la palabra mágica. Podía congelarse hasta la consumación de los siglos, o mejor, hasta un poco antes, cuando la civilización descubriera el procedimiento para no morir. Estaba absolutamente convencido de que en algún futuro no tan lejano el avance científico rompería el ciclo de nacer, vivir y morir, mutando el flagelo de la muerte y el individuo sería inmortal en su propio medio sin necesidad de recurrir a las especulaciones religiosas y filosóficas de la vida eterna en otra dimensión. Sólo le atormentaba la certeza de que el destino le había pasado una mala jugada, pues su ciclo vital no alcanzaría a disfrutar de ese milagro de la ciencia.
Pero la hibernación. Le alumbró toda su esperanza. No lo dudó un instante.
-Me despiertan dentro de quinientos años - comunicó con toda tranquilidad a los hibernadores como enrumbándose a una simple siesta.
Transcurrieron los evidentemente, para él, helados siglos. Para ese momento, era rutina descongelar a los seres del pasado o “momias frías”, como los llamaban los jóvenes de entonces.
A la fecha y hora en punto retomó su conciencia de vida. Atontado y con la memoria lavada comenzó a reincorporarse. Recordó todo. Irradió alegría. ¡Lo había logrado!
-¿Cuántos años han pasado? - fueron sus primeras palabras.
- Exactamente quinientos- le respondieron.
Inmediatamente pensó en sus seres queridos… y en los que no quería. “Todos muertos", se dijo al par que le invadió una inmensa tristeza que en minutos fue suplantada paulatinamente por la sensación de saberse la punta de lanza de su era hacia la posteridad.
Los carros se desplazaban por los aires y un sistema que él creyó magnético hacía imposible los choques entre ellos. La educación era sin maestros y enfocada directamente al subconsciente, se aprendía dormido y en poco tiempo todo lo que había que saber del mundo. Los robots, le costó trabajo diferenciarlos de los humanos, hacían todas las labores. Aparentemente habían superado el infierno de las necesidades materiales. Sus mentes prodigiosas se enfocaban a la creación científica, al arte. Aunque algunas no tan prodigiosas a la vagancia, madre de todos los vicios. Las matrices femeninas habían sido sustituidas por fábricas y del placer sexual poco pudo investigar. Le pasó igual que cuando preguntó por las masas hambrientas. Nadie supo de qué se trataba.
- ¿Y cuál es la expectativa de vida?- inquirió a sus neo contemporáneos.
- Ochocientos o novecientos años - le respondieron.
“No ha llegado mi hora”, se dijo e inmediatamente se trasladó al centro de hibernación. “Cementerio frío “según los jóvenes.
-Me despiertan dentro de quinientos años- ordenó.
Nuevamente a la fecha y hora exacta le interrumpieron la siesta.
Observó nuevos avances. Desmaterialización, conquista y adaptación de otros planetas y galaxias.
- ¿Cuál es la expectativa de vida?
- Dos mil años.
- Me despiertan dentro de cuatro mil años - ordenó.
Fue despertado a la fecha y hora exactas. Obstinado, no quiso observar los avances, solo hizo la misma pregunta de siempre.
- Tres mil años - fue la respuesta.
Fue despertado cinco veces más a lo largo de dieciocho mil años. Preguntaba siempre lo mismo y obsesionado con la vida eterna volvía a sumirse en su helado sueño.
Finalmente despertó. Creyó que estaba soñando. Esta vez ni siquiera trató de preguntar. Su obsesión, realmente eterna, cedió ante el terror que le transmitía su entorno. Un campo, que creyó magnético, lo separaba de unos seres extraños, muy altos, de color metálico. Nadie le explicó nada. Exigió sus derechos de hibernado. Recitó de memoria partes del contrato. Ni le entendían ni se esforzaban para ello. Era como un mono en las rejas de un zoológico.
Pasaron los días y se acostumbró a su nuevo estado. Triste, solo y desdichado; pero… la costumbre. Sin embargo, no dejaba de preguntarse, ¿cuánto tiempo vivirán ahora?
Adán, así le decían, jamás imaginó que ahora si vivían eternamente. Eran hombres de metales y aleaciones extrañas. Duraban lo que sus piezas. Al dañarse cualquiera de ellas, incluyendo el corazón, el cerebro o los pulmones, era reemplazada inmediatamente por otra y así por los siglos de los siglos.
Adán era un espécimen único y sometido a constantes experimentos. Un buen día lo trasladaron a una nave espacial diseñada para rotar alrededor de una estrella y con todas las características ambientales para que él pudiera sobrevivir.
Se sintió en su medio. Árboles, frutos, agua, buen clima. Al poco tiempo lo invadió la soledad y la tristeza. Dormía mucho. A veces soñaba. Un día tuvo un sueño muy raro. Como si lo hubieran operado y le sacaran algo. Se despertó aturdido y se sorprendió al voltear y mirar a su lado a un ser que a pesar de tener más de veinte mil años sin ver reconoció inmediatamente, aparte de parecerle una mujer bellísima.
Era Eva.
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