Andrés Matas Axpe
Mi capacidad como sicólogo es pobre, por ello siempre me quedan dudas cuando alguien afirma con contundencia que es capaz de leer condiciones humanas en la cara de las personas. Cuando alguien afirma, como nuestro ex Fiscal General, que puede ver la sinceridad en la cara del testigo estrella, o cuando Bush la lee en la cara de Putin. Esto no quiere decir que no soy capaz de captar expresiones en la cara de la gente, lo hago como todo el mundo, algunos me parecen simpáticos y otros antipáticos, serenos o alterados, fieles o traicioneros. Pero me resisto a dar rienda suelta a mis apreciaciones subjetivas y me las guardo para mí hasta conseguir evidencias que me permitan comprobar o rechazar la primera impresión. En cualquier caso, estoy de acuerdo con que la expresión de los ojos no aparezca como prueba de ningún delito en nuestro código penal, lo contrario sería injusto con todos los feos y mal encarados.
Toda esta perorata viene al caso porque, contradiciendo mis convicciones, me he dedicado a analizar las expresiones tanto de nuestro Líder como de sus cercanos seguidores. A ello me dedico cada vez que me topo con una cadena, lo cual es muy frecuente. Me concentro en las caras y las expresiones corporales de todos los asistentes y lo que veo me parece de una coordinación envidiable. Veo que nuestro Paladín transmite temor y reclama obediencia y subordinación, mientras sus adláteres se la brindan sin pudor. Se me hace difícil ver admiración, fidelidad y lealtad, pero tampoco me parece que nuestro Prócer la necesite en lo absoluto. La lealtad tiene que ser crítica. Alguien debería decirle «no sigas por ahí porque vas mal» o «creo que usted está equivocado presidente». Pero me parece que estas expresiones no caben en nuestro círculo de poder. Sólo así se entiende que los colaboradores del Prócer lleven adelante las insensateces que a éste se le ocurren, como inventar unos billeticos de juguete para el trueque, o celebrar la gloria de Cipriano Castro, o instalar plantas de generación eléctrica distribuida. Son absurdos que se deberían frenar pero nadie lo hace. Tampoco se recuerda a ningún colaborador que haya renunciado por discrepar con alguna decisión del mandatario, algo que ocurrió repetidas veces en nuestros años democráticos. Aquí sólo se observa adulación, obediencia y subordinación, como corresponde a la formación militar.
Alguien me dirá que se puede discrepar pero siempre dentro de la revolución, nunca contra ella, lo cual presenta el inconveniente de que el juez que decide lo que está dentro o contra la revolución no es precisamente quien discrepa, por lo cual es más saludable no proponer nada. Al final quedarse callado siempre está dentro de la revolución y esto es característico de todos los procesos totalitarios.
Por eso lo que veo en las caras de los asistentes a todas las concentraciones es una revolución muerta, sin ilusión y sin convicción. Mientras no vea alguna discrepancia de parte de un colaborador y en paralelo la aceptación del jefe, seguiré pensando que la revolución está muerta, independientemente de lo que dure. Ni el estalinismo más duro se concentró tanto en un solo hombre, haciendo lucir a todos sus seguidores como inútiles y prescindibles. La campaña para el 23N nos lo demuestra en cada discurso, todo se centra en el YO y en la exigencia de fidelidad, «Quien esté conmigo, vote por este señor», ya no se solicita, se exige, mientras los verdaderos candidatos pasan a un segundo plano, son innecesarios. La revolución es un cadáver.
Sólo me queda pedir disculpas a mis lectores por un artículo tan incoherente y contradictorio como éste. Primero niego la validez de una práctica para luego dedicarme a ella. Está claro que nada de lo dicho puede ser probado, pero estamos formados por nuestras contradicciones y a veces es difícil evitar caer en ellas.
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