Hace unos días ocurrió un evento que resulta significativo para entender el funcionamiento de nuestra revolución. El asunto en cuestión es que nuestro Máximo Líder cometió en pequeño error aritmético en uno de sus “esporádicos” discursos. Dijo algo así como que ocho por siete son cincuenta y dos. No recuerdo bien los números, pero fue algo parecido. Por supuesto que los opositores golpistas, siempre sanguinarios, se afincaron en el error y lo pasaron por TV y lo enviaron por e-mail a todo el mundo. Así fue como me enteré.
Confieso que yo he cometido errores peores innumerables veces, por lo que el “lapsus” en cuestión no me pareció nada del otro mundo. Pero hubo algo significativo que acompañó al error, fue el silencio de todos los seguidores que lo contemplaron. Los mismos que interrumpen al Presidente para gritar ¡Así es que se gobierna!, en esta oportunidad callaron. Fue algo así como observar a toda la corte aplaudiendo al rey desnudo y alabando la belleza de su traje. Aquel patético silencio aprobatorio me resulto mucho, pero mucho más terrible que el involuntario error y me mostró con crudeza el drama que vive Venezuela sometida a la brillantez de un líder infalible.
Me recordó lo que me dicen mis amigos del sector eléctrico cuando les pido que argumenten contra el absurdo de la “generación distribuida”. Me dicen: “Eso viene de arriba, lo trajo el presidente desde Cuba y no se puede objetar”. Me recordó a Fidel dando clases de eficiencia energética, al hablar de ollas arroceras en su monomanía senil, y a todos los cubanos aplaudiendo como focas la sapiencia energética de su jefe. Pensé en nuestro propio jefe cuando habla de agricultura y repite sus viejos conceptos de “gallineros verticales” y “cultivos organopónicos”, cuando promueve el trueque como alternativa al pernicioso egoísmo capitalista. Lo terrible no son las propuestas, sino la aceptación resignada de sus seguidores.
El drama de los sistemas autoritarios está precisamente ahí, en el silencio cómplice y complaciente de sus acólitos. Un silencio que anula toda iniciativa y toda creatividad y termina convirtiendo al país en un monumento a la improductividad. Toda nuestra actividad económica y social está sometida a esta rémora, pero permítanme que me concentre en los ejemplos vinculados al sector eléctrico que lo conozco mejor.
Alguna vez apunté que nuestro sector eléctrico no se arreglaba ni que trajeran al mismo Edison a dirigir Corpoelec, que no iba a poder hacer nada si su trabajo consistía en aplaudir al presidente cada domingo. Y es que allí precisamente está el drama, nadie se atreve a esbozar una idea. Los planes son sustituidos por promesas publicitarias. Los foros en los que se analizaban los problemas del sector se han eliminado y todo el mundo se cala malos proyectos sin chistar: Josefa Camejo, Ezequiel Zamora, el desarrollo 2 de Uribante-Caparo y hasta San Diego de Cabrutica, por citar unos pocos. En vez de proyectos de gran escala en el centro y occidente y resolver el suministro de energía primaria.
Al final sólo se atienden las emergencias y se promocionan como grandes soluciones. Las instituciones están al servicio de la popularidad y la fama de Líder. La revolución es el objetivo y todo está a su servicio, pero la revolución soy “YO” como dirigente imprescindible que logro la conexión con el pueblo.
Por esta vía los ingenuos revolucionarios reemplazan objetivos igualitarios, que son incontestables en teoría, por el más bajo culto a la personalidad. Con la lamentable consecuencia de empobrecer al país, porque un país en el que sólo uno piensa y los demás obedecen está condenado a empobrecerse. Y no me refiero a la pobreza material, sino a todas las pobrezas, especialmente a la pobreza intelectual, al sacrificio de la capacidad de opinar y crear.
Este es, sin duda, el error aritmético que se cometió en aquella concentración y es un error al que quedaremos condenados con la reelección perpetua.
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