lunes, 27 de abril de 2009

Urge nuevo bypass para venas abiertas

… Cuando los Estados Unidos se vuelva vegetariano

Por: Xavier Reyes Matheus (Especialista en América Latina)

21-04-09

A los nuevos lectores del cult book de Eduardo Galeano los invitaría yo a hacerse una pregunta: ¿qué es la pobreza? Algo con lo que, desde luego, quisiera acabar todo el mundo, incluso si las izquierdas siguen atribuyéndose el monopolio de este desiderátum para dividir a la humanidad entre buenos (que son sólo ellos) y malos (que son todos los demás). Una lógica según la cual no es que la izquierda tenga una ética, sino que es la única Ética posible. Pero volvamos a la pregunta: ¿qué es la pobreza? La pobreza es la carencia, la exclusión, el no tener. ¿Y qué es, pues, lo que habría que tener; aquello de lo que se carece; de lo que se está excluido?


La respuesta seguramente será una enumeración de cosas: sistemas de salud y educación, participación en el orden democrático, respeto a los derechos humanos, facilidad en las comunicaciones, acceso al conocimiento científico, seguridad jurídica y económica, etc. Todos, en fin, puntales de la sociedad occidental y moderna. Algo habrá que convierta estas cosas en valores, desde que la pobreza consiste en carecer de ellos. ¿Cómo es que se dicen “antisistema”, contrarios a los valores occidentales, los que van por el mundo pidiendo que les dejen participar, precisamente, de todas esas cosas que el sistema ha creado?


Asistemático, más bien, debería llamarse un pensamiento tan poco coherente. Y vayamos a un ejercicio práctico: si hemos convenido en que lo malo de la pobreza es la falta de participación en todos aquellos bienes (que hoy se conocen gracias a la civilización occidental), haga Ud. el favor de hacer algo por solucionar la pobreza a partir del argumento siguiente: “Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo se ha trasmutado siempre en capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula en los lejanos centros de poder”.


El enunciado, extracto y tesis fundamental de Las venas abiertas de América Latina, merece descomponerse en partes. Empecemos por sus alusiones cronológicas: “Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo se ha trasmutado siempre en capital europeo o, más tarde, norteamericano…”. Lo que habría que decir, más bien, es que antes del descubrimiento nada de América Latina se había transformado en capital, y eso que el continente tenía sus riquezas intactas. El oro, la plata, el hierro, el cobre; todo estaba allí y no servía para nada, salvo para usos auténticamente suntuarios: joyas y ornamentos de los grandes señores indígenas. De modo que no es que estas riquezas se hayan transmutado en capital europeo: es que los europeos las transmutaron en capital.


Después, es verdad, lo hicieron los norteamericanos: un caso emblemático es el del petróleo de Venezuela. En época prehispánica los aborígenes, que lo llamaban “mene”, lo vieron alguna vez aflorar espontáneamente, y se conformaron con saber que tenía propiedades inflamables. De este modo permaneció hasta los albores del siglo XX, cuando comenzaron los yanquis a interesarse por él. ¿Qué sería de Venezuela con el petróleo así, sin producir ni un dólar (porque sí: es por dólares por lo que se cambia el petróleo venezolano)? Sin petróleo para financiar sus ofensivas internas y exteriores, no quiero ni imaginar lo que sería la gloriosa revolución bolivariana acaudillada por Chávez. O, pensándolo mejor, sí: …sí que quiero.


Debe de ser entonces –siguiendo a Galeano- que lo malo no es que se cree capital, sino que se acumule, todavía en nuestros días, en los “lejanos centros de poder”. Pero cualquiera que conozca algo de la historia de Argentina, por ejemplo, sabrá que este país recibió en su momento, por sus exportaciones, los suficientes ingresos como para acumular buen capital. ¿Y qué decir de Venezuela, que ha llegado a vender barriles de petróleo a bastante más de 100 dólares? ¿No daba eso para acumular en alcancías propias? El asunto es que la falacia marxista de la acumulación sigue campando, aunque el sentido común más elemental es capaz de advertir una cosa obvia: que la acumulación no es, en ningún caso, una opción para el capital (pues éste “acumulado” es como el petróleo viviendo de incógnito bajo la tierra: nada). Para el capital no hay más que dos destinos posibles: la inversión y el gasto. Si se gasta y no se hace nada para aumentarlo o mantenerlo, se lo transforma en un medio contingente de subsistencia, hasta que se lo agota. Sólo invirtiéndolo se convierte en factor de producción.


Quienes convirtieron el petróleo venezolano en factor de producción fueron las compañías norteamericanas. Construyeron la industria, desarrollaron las instalaciones y trasplantaron a Venezuela eso que ahora se llama el know how. Los venezolanos, en cantidad tan masiva como no era capaz de convocar ningún otro negocio, abandonaron las zonas rurales en las que los consumía el anquilostoma y en donde no se dedicaban a nada más útil que a comerciar con plumas de garza y a hacer la hora santa, y en los campos de la Shell y de la Creole aprendieron los modos empresariales del mundo moderno; debutaron en el hábito del organigrama, de la contabilidad, del ordenador, del seguro médico, del comisariato y de los bonos competitivos. Y el Estado, que cada vez tenía la sartén de las concesiones más cogida por el mango, se benefició también de todo esto: la famosa “política de concreto armado”, que pareció convertir a la Caracas de los años 50 en la metrópolis futurista de América Latina, explosiva de autopistas, de complejos habitacionales, de Ciudad Universitaria, de avenidas y paseos, fue (como el boom, unas décadas antes, de Buenos Aires –esa “capital de un imperio que nunca existió”, que dijo Malraux), consecuencia de tal prosperidad.


Y en los años 70 el Estado sacó a las compañías yanquis y nacionalizó el petróleo. Sin que los marines pisaran por eso las costas venezolanas. Las compañías mudaron de nombres pero sustancialmente no cambiaron gran cosa, porque en realidad la industria no era extranjera, sino que estaba plenamente instalada en la vida nacional y constituía la columna vertebral de su estructura productiva. Una estructura que, como deducirá cualquiera que se detenga a pensarlo, no podía originar en modo alguno un orden oligárquico, como el que se crea cuando hay determinados rubros en manos de familias de empresarios: en un país monoproductor con una gran industria que está primero bajo control foráneo y que pasa luego, estatizada, a ser la industria nacional por antonomasia, lo que se produce es una burocracia de amplísima extensión. Tal cual fue en Venezuela: la renta del petróleo, asumida toda por el Estado, lo que hizo fue inflarlo hasta proporciones colosales. Y allí –en la oscuridad de las todopoderosas arcas públicas- fue entonces donde ese capital, sin duda ingente, se acumuló. Lo que equivale a decir que quedó a disposición de políticos corruptos; que apenas se utilizó para inversiones trascendentes capaces de convertir al país en otra cosa que no fuera un mero extractor de la materia prima; y que llegó al pueblo según la conveniencia de quienes lo administraban, que eran, claro, los más avispados. Y se produjo aquello famoso de que el subdesarrollo no es otra cosa que un Estado rico con un pueblo pobre.


¿Qué recibió Chávez al llegar al poder? Esto, exactamente. Aún más: su purga de los trabajadores disidentes de la compañía petrolera lo llevó a tomar, como nunca antes había hecho ningún presidente, el control total de la empresa, porque ahora el know how en lo que consiste es en sumarse a los mítines oficialistas si no se quiere perder el puesto. ¿Y de venderle a quién saca el gobierno venezolano –ya plenamente confundido con el Estado, por birlibirloque revolucionario- sus medios para financiar la eterna campaña publicitaria en la que Chávez ha vivido, sin apenas construir un metro de carretera ni habilitar un sistema de hospitales medianamente aceptable, desde que accedió hace diez años al poder? A Estados Unidos, principalmente. Lo que significa que Chávez no ha sido la excepción a la hora de empuñar la lanceta para abrir a Estados Unidos las venas de su país; y que si está seguro de todos sus recursos para ir por el mundo comprando adeptos y diciendo exabruptos, es gracias a que cuenta con las chupadas de tan grato vampiro.


Pero bien podría ser que un día, con todo y las venas abiertas, la sangre de América Latina no fluya. Por la sencilla razón de que nadie la necesite, y porque de otros torrentes, en otras partes del mundo, brote a borbotones sin necesidad de complicarse tanto. ¿Cuál sería el futuro del subcontinente ante tal escenario? ¿Volver al experimento autárquico del doctor Francia en Paraguay? A lo mejor eso es lo que quisiera Chávez; comprensible, sin duda, considerando que el puesto del doctor Francia –el del amo- le toca a él. Pero los gobiernos más sensatos de América Latina están que no saben qué hacer con las venas para que algún socio potente les inflija la sangría de un TLC. Muchos, ante la diversificación del mercado y la posibilidad de distanciarse de sus socios tradicionales, ponen sus esperanzas en China.


El propio Chávez lo hace. Porque, lectores de Galeano y todo, estos socialistas del siglo XXI no son propiamente idiotas (para hablar en términos del Manual de Vargas Llosa, Mendoza y Montaner), y no están por la labor de quedarse sin blanca -en países donde el populismo se ha nutrido a fuerza de no nombrarle siquiera a la gente el tema de la reforma fiscal. De modo que los grandes líderes antisistema de la región no sólo se abren de venas, y se han abierto siempre, frente a Estados Unidos, sino que están buscando la forma de ponerse algún bypass en previsión de que, por un revés del destino, el gran socio comercial se vuelva un día (¡ay, los biocombustibles!) vegetariano.


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