jueves, 30 de diciembre de 2010

SER O NO SER DE UNA DICTADURA (LOS IDUS DE DICIEMBRE)

Antonio Sánchez García
 
A Teodoro Petkoff

“Si a la mera abolición de la separación de los poderes se la llama ya dictadura, la cuestión hay que responderla afirmativamente”

Carl Schmitt, La Dictadura [1]

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            Leyendo una reciente entrevista publicada en El Mundo, de Caracas, al editor y político venezolano Teodoro Petkoff, me he vuelto a preguntar por las circunstancias, características y condiciones que permiten aseverar que un régimen político determinado sea – o no sea - una dictadura. ¿Cuándo, cómo y por qué una democracia se convierte en una dictadura? Y así suene contradictorio, ¿cuándo se puede afirmar, como lo afirma, Petkoff, que una dictadura “todavía no es una dictadura”? ¿Puede afirmarse, como pareciera colegirse de su afirmación, que ésta, la de Chávez, es una “cuasi dictadura”?

            Una primera dificultad hace difícil caracterizar a primera vista a una dictadura como tal: el empeño del dictador en negar que él y su régimen sean dictatoriales. Más aún: el esfuerzo, así sea estrictamente nominativo, por caracterizar a las peores y más represivas dictaduras como democracias ejemplares, de un tipo distinto y superior, por ejemplo: directas o populares. Ni la Unión Soviética, la primera y más feroz de las dictaduras del siglo XX, ni ninguno de sus satélites, todos paradigmáticas dictaduras, se confesaron dictatoriales. Se trataba, según su bautismo inaugural, de “democracias populares”. Así, la Alemania gobernada por el Partido Comunista y su Secretario General Walter Ulbricht  recibió el pomposo título de República Democrática Alemana,
Deutsche Demokratische Republik, DDR. Corea del Norte, Polonia, Rumania, Checoslovaquia, China y Vietnam fueron todas “repúblicas democráticas y populares”. Por cierto: ninguna de las democracias occidentales se autoproclamaba entretanto nominalmente como “democráticas”. Eran y continúan siendo repúblicas. Sin adjetivos. Vale decir: democracias.

            Fenomenológicamente considerado, una sociedad está regida por una dictadura cuando el estado que la gobierna está en manos de un solo hombre, que a través de su exclusiva voluntad “dicta” qué, cómo y cuando ha de hacerse lo que él decide que se haga. De acuerdo a sus “dictados”. Sin oposición en contrario de las instituciones que controla. El que dicta, bajo estas circunstancias, es el clásico dictador. Lo dictado, es su dictadura. Visto en profundidad, ese simple hecho se traduce en la anulación de la separación de los poderes y su concentración en la omnímoda voluntad del dictador. Según Carl Schmit, razón suficiente para dictaminar la existencia de una dictadura. Visto dialéctica, históricamente, esa dictadura y ese dictador tienden a anular toda voluntad contraria y/o alternativa, aplastar todo vestigio de oposición y lograr el desiderátum de su esencia: el dominio total y unidimensional de todos los factores y actores sociales. Es cuando la dictadura alcanza su máximo esplendor: el totalitarismo. Estado total, sociedad civil, cero. Pero entendámonos: una dictadura no requiere ser totalitaria para ser ya una dictadura. Lo es cuando todas las instituciones del Estado están bajo el omnímodo control de una sola voluntad. Sin contrapesos ni alternativas. Todo parecido con la realidad no es simple coincidencia.

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La segunda gran dificultad para lograr consenso en cuanto a la caracterización de las dictaduras es, precisamente, su carácter histórico. El problema no se plantea cuando una dictadura se establece súbita y categóricamente: mediante una acción combinada de fuerzas que culminan en un golpe de Estado, un grupo, una fuerza o un individuo se apoderan de todos los instrumentos del Estado y anulan la existencia autónoma de los otros poderes. Sometiendo por ese simple acto de fuerza a la sociedad en su conjunto a los dictados de ese grupo, esa fuerza o ese hombre. Cualquiera sea la razón – una crisis profunda del sistema de dominación, una catástrofe de orden público, político o natural, o cualquiera combinación de ellas – que conduce a la necesidad extrema de suspender el orden constitucional precedente y asumir violentamente un nuevo orden de hecho y de derecho.

En la tipología de las dictaduras se pueden considerar, a grandes rasgos,
dos grandes tipos de motivaciones dictatoriales: la necesidad de resolver una crisis severa que amenaza con la disolución de una comunidad política dada por motivos de conmoción interna o externa – la Nación bajo el riesgo de su disolución por causas de conmoción nacional o internacional – que conduce a que un factor determinante proponga la necesidad de suspender la institucionalidad en peligro y establecer una dictadura. Es como surge y se institucionaliza la figura del
Dictator y de la dictadura en los albores de la República romana. Se la ha llamado “comisarial”, pues el dictador nombrado para ejercer el mando absoluto ha sido delegado por una institución del Estado, en el caso romano por el Senado, para restablecer la seguridad y el orden públicos y llegar a su fin una vez logrado ambos propósitos.

Tal tradición encuentra innumerables ejemplos. Considerada la inexistencia de las democracias como formas de gobierno y la existencia de principados y tiranías en toda la tradición previa a la Revolución francesa, la caída de las monarquías y el establecimiento de las democracias modernas. Es cuando surge el Estado moderno, la existencia y definición de los distintos poderes y la preponderancia de la soberanía popular a través del voto y el gobierno de las mayorías. Con sus formas parlamentarias o presidencialistas de gobierno.

En entonces que surge la segunda forma de dictadura, llamada “soberana” o “constituyente”. No pretende, como la comisarial, resolver una crisis inmanente al sistema, restablecer el orden y disolverse una vez alcanzados sus propósitos – clásico el ejemplo de Lucio Quincio Cincinato, (519 a. C.-439 a. C. - , como la clásica dictadura romana, sino acabar de raíz con el orden socio político y económico imperante y establecer un nuevo orden unidimensional y totalitario, siguiendo un proyecto estratégico. En tanto su objetivo es la implantación de una sociedad pretendidamente perfecta, debe hacer tabula rasa de toda la institucionalidad, la cultura y el orden imperantes, aniquilar toda forma de oposición, arrasar toda la institucionalidad y someter absoluta y totalmente al individuo para crear en su lugar una sociedad de mutantes: la nueva sociedad y el hombre nuevo.

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No ha habido país de América Latina que no haya sufrido en algún momento de su historia una dictadura “comisarial”. Con o sin otro objetivo que el Poder por el Poder para el caudillo o el capataz civil o uniformado que se alza con el cuadro. Las últimas las sufrieron los países del Cono Sur con las dictaduras militares, empeñadas en impedir el triunfo de opciones políticas que amenazaban la estabilidad del sistema tras fórmulas que pretendían implantar la única dictadura soberana o constituyente de que se tenga memoria en la región: la dictadura castrista que tras aniquilar el régimen capitalista imperante, destronar al dictador militar y rechazar la opción de protagonizar una revolución democrática que el pueblo demandaba, impuso el comunismo y la tiranía de partido único en Cuba. Que su objetivo era trascendente al sistema democrático lo demuestra su aterradora longevidad. No era una dictadura transitoria, como la derrocada, sino una dictadura que llegaba para quedarse. Destruyendo todas las tradiciones democráticas y pretendiendo la instauración de la utopía comunista. Los resultados están a la vista: después de cincuenta años de dominio total y absoluto, Raúl Castro clama a gritos por la superación de sus más cruentos y deleznables errores. Sin que lo desee confesar: el sistema comunista mismo. ¿Comienza a retrotraerse la dictadura constituyente del Partido Comunista cubano hacia una dictadura comisarial en tránsito hacia la democracia?

Venezuela vive el clásico estado de excepción extrema: el régimen es objetivamente dictatorial – si se atiende a la caracterización de Carl Schmitt, aceptada universalmente, y a los hechos que todos conocemos y sufrimos – y se encuentra en un estado intermedio hacia el totalitarismo. Vivimos la lucha a muerte entre dictadura totalitaria – que el régimen se empeña en institucionalizar mediante los últimos expedientes y decretos de diciembre – y democracia representativa. Es, si queremos utilizar otra categoría schmittiana que se soporta en una instancia instaurada por el Senado romano, una “cuasi dictadura”: ”La ‘cuasidictadura’ introducida por el senadoconsulto ultimum es un sustitutivo de la dictadura más antigua, que se había hecho inservible. Surgió como un medio en la lucha contra los adversarios políticos internos.” [2]

Pues queda claro, e imaginamos que Teodoro Petkoff no necesitará más demostraciones epistemológicas o jurídicas, que Chávez, el dictador de facto, depende para su sobrevivencia de la aniquilación de sus enemigos internos. Una incómoda mayoría de un 80% de demócratas – entre chavistas y antichavistas, que no parecen dispuestos a permitirle un día más de gestión más allá de los que le acuerda la Constitución vigente. En todo caso, y mientras los teólogos de la política deciden acerca de la naturaleza categorial del régimen imperante, sería sano y recomendable impedir la consumación del tránsito pleno al totalitarismo. Y sacar del juego, cuanto antes y mediante los mecanismos que una sabia Constitución establece y garantiza, a quien se alza como el supremo dictador de una república que, si lo dejamos hacer, más temprano que tarde le agregará a su cognomento oficial de bolivariana, el adjetivo de “democrática”. Señal inequívoca de que en nuestra Patria habrá desaparecido la libertad.

[1] La dictadura, Carl Schmitt, Alianza Editorial, 2007, Págs. 178-179.-
[2] Ibídem, pág. 266.-

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