viernes, 25 de diciembre de 2009

LA URDIMBRE

Carlos Delgado


La rueca ha estado activa desde hace muchos años, haciendo un ruido imperceptible, excepto durante los sesenta, cuando el engranaje se descarriló y terminó tramando y haciendo ruido en la Sierra de Coro, El Bachiller, el Turimiquire, en las calles de Caracas, hasta que se trabó en las costas de Machurucuto. Sus operadores decidieron diversificar su actividad y se incrustaron, cual parásitos, en diversas instituciones, especialmente en la militar, donde actuaron, cual camaleones, hasta que irrumpieron y se hicieron visibles. Mientras tanto, estuvieron representados ante la sociedad por una serie de intelectuales, o pseudointelectuales, gente del mundo artístico y los sempiternos políticos de oficio, depredadores simbióticos que se nutrieron de la bonanza del Estado y de la bondad cómplice de anfitriones que ayudaron a sumirnos en esta oquedad y que no debemos olvidarlos, aunque pidan perdón, póstumamente.

Finalmente, el telar entró en funcionamiento haciendo "tábula rasa" en todo el territorio, tejiendo, cual colcha de retazos, un trapo rojo que usan como bandera, alfombra, bufanda e ícono publicitario. La bulla, como en todas las gestas políticas revolucionarias, se viste con un trapo rojo, el cual enarbolan para agitar a las masas y a los confundidos que no saben qué decidir, y dejan que ese tejido membranoso se extienda, cual urdimbre arácnida, hasta atraparnos y devorarnos, mansamente. Mientras que la tenebrosa telaraña se apodera de todos los espacios, nos convertimos en ese personaje kafkiano, Gregorio Samsa, que termina despreciado por su familia, cayendo, finalmente, moribundo y fulminado por sus complejos. Así vamos, todos y cada uno, multiplicándonos, ayudando a que la rueca no deje de funcionar hasta que no sepamos si somos un hilo independiente o parte de ese tenebroso tejido que nos ahoga y apaga nuestra disidencia. Como dijo un crítico literario, nos convertimos "en un fin es sí mismo, no en un medio para el logro de ciertos fines", refiriéndose al personaje kafkiano.

El pueblo cree que el Hombre Araña es el adalid de sus esperanzas, el que redimirá su infortunio, convirtiéndolo en seda para el placer de los necesitados y olvidados. No, el hombre araña anda suelto por las calles, secuestrando, asesinando, robando, acabando con la esperanza de todos, especialmente, con la de los más pobres y esperanzados en cambiar su suerte, mientras que los zánganos disfrutan de su terno de seda o fino lino, entretejido con "kevlar", bebiendo el elíxir embotellado en las campiñas francesas, italianas, chilenas y argentinas, y dejando al pueblo con el veneno de la Araña de los Seis Ojos, también llamada Sicarius, el cual no tiene antídoto y asegura un deterioro irreversible hasta causar la muerte, indefectiblemente: la muerte social, la muerte lenta, la que avanza como la marea roja, en época de mares turbios.

Según algunos desencantados, su paladín de la justicia, su redentor de pobres y oprimidos, el Hombre Araña tan esperado, sufrió una metamorfosis, se convirtió en una "araña pelúa", o pasó de Dr. Jekyll a Mr. Hyde, para convertir a las madres venezolanas en viudas negras, en el sentido humano de la palabra, quienes, desconsoladamente, lloran a sus hijos y esposos que descansan, para siempre, en un féretro, forrado con lona roja urdida en los telares que el mismo pueblo fraguó.

Paz a sus restos.

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